viernes, 28 de agosto de 2009

165

Te subiste y empezaste a tocar los asientos.
Hablabas, no se bien de qué, si de la calle o de tus padres, del feliz retorno a los hogares o del flagelo de las drogas. Me quedé prendida en tus ojos y se me cerraron los oídos. Me diste la mano. Después un alfajor celeste.
Balbuceaste algo como “a voluntad, sino pueden no importa”. No podía hacer otra cosa más que mirarte.
Gesticulabas. Cada tanto cerrabas el ojo derecho.
Y cuando volviste, te di nada. Nada era mucho, ambos lo sabíamos y quisiste ser justo. Con esos ojos no hacía falta. Casi te lo dije.
Te sentaste al lado mío, tarareabas. Abrimos al mismo tiempo los alfajores, al mismo tiempo los mordimos. Reímos. Me erguí, de pronto entendía. La simultaneidad. Vivir es insoportable sin la simultaneidad o el encantamiento de unos ojos cualquiera. La injusticia y el dolor no pueden todo. Sí, creí que te entendía.
Te bajaste, como me iba a bajar yo después, me guiñaste el ojo derecho desde el cordón (afortunadamente siempre cerrabas uno solo) y yo te sonreí tanto, pero tanto te sonrío mi alma, que me cansé. Cara roja, ojos hinchados. El corazón arrítimico.
Y aunque es insólito me hubiera mordido la lengua con tal de haberme bajado con vos.

Curioso, también, nunca lo hubiera hecho.
Volví a mí y a las luces de la avenida, mucho más opacas que tus ojos.
Desde ayer, los extraño.

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