viernes, 16 de abril de 2010

Ritual

Es divertido jugar, sentir que somos una pareja pero qué mentira, a lo sumo uno o muchos, pero nunca dos, nunca separados uno del otro aunque estemos en extremos opuestos en cualquier lugar. Recuerdo que un día te sentaste en mi cama, con esa cara de conejo interior que llevabas puesta, muy hermoso como sólo vos podías ser, alternando sonrisas y abrazos, de acuerdo a donde nos conducían los libros o las paredes de mi pieza. Exististe en mi habitación como un sueño de vigilia. Desde entonces, siempre sucede que al rato nos notamos inquietos, insuficientes en nuestros cuerpos y nos encastramos sin que quede un pedazo de aire en el medio de tu abdomen y el mío. Mas precisamente lo hacemos después de hablar de cosas que se dicen solas, anécdotas, el mundo (que no nos gusta o sí) de tu día y el mío, del dinero o las enfermedades terminales. Una vez que nos unificamos, que nacemos de vuelta, no sabemos bien que decir. Es ahí cuando nuestros ojos hablan, recitan poesías o cuentos maravillosos, explican sustancias indescifrables y oscuras como luces, de esas que cada tanto se ahogan un poco en su propio brillo. Nos indiferenciamos tanto que suelo confundirte conmigo, y llego a sentir (no sin asombro) que soy yo la que se está mirando con tus ojos y me veo brillante y pálida a la vez. Suelo cambiar de tema, un poco encandilada. Llega el glorioso momento entonces, en el que encuentro una excusa, que es tu espalda. La acaricio con mi mano y descubro un cordón montañoso, ondulado, lleno de historias. Me gusta transformarme en arqueóloga y descifrarla, como si buscara entender qué genética pudo hacerla tan a mi medida, que ríos corrieron en otros tiempos y la trasladaron tan cerca de mis sábanas. Lo que sigue es encontrar tu boca. Al principio la muerdo como si fuera un chicle, es divertido iniciar así el ritual. Vos te quejas y en seguida buscas la mía y finalmente aceptamos que eso era lo que queríamos, descansar en nuestros respectivos labios como si fuera un pedazo de tierra vislumbrado desde un horizonte tormentoso. Nuestras lenguas nos purifican y vaya una a saber qué neurotransmisores nos dicen qué cosas, pero todo es colores y ruidos. Me olvido de mi habitación, de vos y de mí, y ya estoy en otro lado, lejos de todo lo que me hace bien o mal. Todo esto porque me mostraste que sos (y acaso fuiste siempre) una parte de mí, que configuras mi alma y que no necesito buscarte. Y es un descubrimiento tan real que tengo que olvidarme de él, cada tanto, para poder, por ejemplo, dormir. En seguida vuelvo a vos y la habitación es una nebulosa, solo un escenario para nuestro cuerpo que se cierra cada vez más en sí mismo. Lo que sigue nunca puedo recordarlo.

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