domingo, 10 de enero de 2010

Sueños

Caminábamos enteros, sonrientes, mientras el sol nos embadurnaba los brazos. Nuestros pasos eran felices, ignorantes de su propio ceño; el sol nos transportaba a épocas ancestrales que sólo él había sobrevivido, donde no existían ni el Off ni el dinero, a una tierra de homo sapiens que aún no habían descubierto los registros ni las series.
El se acercó a la ventana y miró hacia abajo; yo lo noté, imposible no ver cualquier cosa que hiciera con semejante torso, un incansable buscador de sensaciones, eterno agitador de los detalles en cualquier parte del mundo donde pisaran sus largos pies. Me acerqué y reímos por la cara del marsupial y porque los padres pretenden darle de beber a los niños su mundo con un sorbete. Yo había escuchado con anterioridad las reglas topográficas sobre la infidelidad de una pareja con acento adorable y había reído por dentro porque hay cosas que no se dicen, y porque hacía tiempo que había aprendido eso. Aparentemente estaba más fina, el yoga me estaba haciendo bien, y el formol solo puede inmortalizar imágenes, es lo único que se puede conservar, pensaba y el cráneo en frente mío casi estaba de acuerdo, con su sonrisa anatómica asintiendo.
Solo se que de pronto la sala se llenó de pañuelos y algún que otro aullido casi humano y el cajón, en el centro, la madera pulida, el barniz brillante. Vi muchas cosas: ojeras y muecas, cabezas hacia abajo, cabellos nadando de grasa, movimientos. Los veía desde abajo, por lo que supe que la del ataúd era yo, pálida como siempre pero ahora por otra cosa, por mi sangre que ya no se inquietaba y por mis órganos desorganizados, próximos a desaparecer. Pude ver los rostros a mi alrededor; él ya no podía contemplarme, buscaba insectos congelados en su propio vuelo y yo, tiesa dentro de una madera que hacía las veces del arquetipo de la muerte (la inefable tecnología del homo sapiens, pensé, no pueden verla porque son parte), mis labios disfrazados de rojo, también yo, inmortalizada en mi propio vuelo. Vi a mi padre, sus ojos perdidos por el dolor. Llevaba el pantaloncito de antes, el que tenía cuando sus piernas no estaban locas y era natural escucharlo patear pelotas en el patio; a su lado, mi madre con la toca en el pelo y el rubor en las mejillas, su tronco quebrado por la angustia, se mordía las uñas, ríos de rimel mojado le recorrían el cuerpo. Entonces supe, tuve que saber, que estaban llorando mi muerte y la suya, quiero decir la de todos. Estaban llorando por sus madres y por mí, por sus amores y por mí, por nuestras mascotas enterradas en el fondo del patio y por mí, por el mundo, por sus vidas, por sus muchas desapariciones y por mí. Me hubiera gustado decirles que no tenía sentido, pero no hubiera sabido cómo ni por qué. El fatal hecho de estar dentro de un ataúd me acortaba las posibilidades, era una suerte de traqueotomía del destino: no poder decir lo que uno sabe cuando finalmente lo sabe, lo que, es menester aclarar, no pasa nunca, salvo, quizás.
Él se levantó y dijo que ya había estado bien, que quería ver las momias, que para eso había venido, y qué calor. Con dos pasos largos, desapareció del lugar.

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