viernes, 4 de junio de 2010

Plegaria

Quien sabe cuántos enredaderas, cuantos caminos y principios y finales me trajeron hasta vos, yo dubitativo, impermeable, laberíntico y cobarde que te decís mi centro (o mi todo, o mi unidad, o mi individualidad). Oh, vanidoso ego, buscas incansablemente no ser hipócrita y en cambio sos exactamente eso, la hipocresía ideal en tanto buscadora conciente de quimeras, en tanto producto autoproducido de otra cosa, en tanto incapaz de saber qué pasa (mientras sabe que nada pasa, que nunca se llega y que eso quizás es el dolor).
Constante choque de los estímulos a mi piel, incapacidad proporcional de procesarlos como un todo. (Soy permeable al universo y no puedo admitirlo en sociedad). Recuerdos inverosímiles desde el pasado, retratos del tiempo. Estar parada entre una multitud hedionda y recordar, de pronto, que alguna vez el asco no existía, que alguna vez yo era ese hedor sin mí, que no fui parte del elenco de mi transformación. Sentir que todo me desborda, me oscila, y nunca logra tumbarme gracias a las pantallas del mañana. Copia infiel de mí misma: cargar el peso de la inquietud como se carga el molde de la taza del corpiño por sobre las tetas. Maldito y estético yo. Queres ser turgente y catalogable, tener talle y aunque seas (a sabiendas) un autómata innato, nunca dejarás de intentar pertenecerle a la verdad. Ciega máquina del mundo, límite de mi sensibilidad, puerta mal terminada, vana, incapaz de trabar mis adentros, ¿cuando vas a poder definirme? ¿cuándo, convencerme con tus imágenes? Se bien, no oso decírtelo en la cara: me tenés atrapada con tus encantos de línea recta, de inmortalidades y propiedades. Pero hay algunas noches (y estas letras no me dejarán mentir), en que esta contradicción que encarno me importa un bledo, en las que me quema el estómago de tus mentiras, me arden en el corazón tus palabras. Maldito repartidor de la humanidad, divisor inescrupuloso, censor de la singularidad en la tierra, globalizador eterno, organizador de subjetividades, cuánto me gustaría desconocerte íntegro, gritarte tu extranjería, correrte los velos. Ya sé, lo sé. En este juego la única extranjera es mi alma, deportada a los confines del sueño y sus formaciones, condenada a no ver la luz salvo por los resquicios que le dejas, miserable, que no alcanzan a iluminarla (pero mi alma no es poca cosa, y quizás por eso se conforma con todo y no se muere).

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